lunes, 3 de noviembre de 2008

Estado, democracia y desarrollo en América Latina y Argentina

(*) Por Leandro Sowter
Introducción

El abordaje de la relación entre estado y democracia en América Latina sufrió una serie de oscilaciones que marcaron la tónica del debate desde la Segunda Guerra Mundial hasta la actualidad.
En una primera etapa, hasta la década del ’60, el debate latinoamericano estuvo centrado en la modernización, entendida esta como una lógica de desarrollo que tendía a seguir el patrón de los países centrales, pero cuyo agente principal era el estado. Ello implicaba la transformación de las estructuras económicas, sociales y políticas, que pasaban de ser “tradicionales” a ser “modernas”. Es decir, se explicaba, a la vez que se proponía, la modernización económica cuyo eje sería la acumulación capitalista y cuyo régimen político sería, consecuentemente con el desarrollo histórico de los países centrales, la democracia.
Sin embargo, y a pesar de las previsiones de los teóricos de la modernización, el desarrollo capitalista no solo que no tuvo éxito en tanto no logró generar un crecimiento sostenido de la economía, además de agudizar las desigualdades en una de las regiones más desiguales del planeta, sino que además no se confirmaron las hipótesis respecto del desarrollo bajo condiciones de democracia. Esta segunda etapa, que se puede situar entre las décadas del ’60 y el ’70, el divorcio entre estado y democracia se genera paralelamente desde dos instancias: desde abajo, en tanto que se comenzó a ver que el desarrollo no podría ser alcanzado a través de las formas capitalistas, en todo lo cual el ejemplo de la Revolución Cubana en 1959 significa un punto de inflexión; y desde arriba, en tanto que los sectores económicos concentrados junto con las Fuerzas Armadas ven la necesidad de que el estado asegure el desarrollo capitalista ante la amenaza originada en una creciente conflictividad social, frente a la cual se postula como solución la neutralización y desmovilización de los sectores populares[1].
En una tercera etapa, y tras la conclusión de la violencia generalizada, en gran parte provocada por el choque entre las dos instancias recién mencionadas, se abre el camino para una transición política de los regímenes de facto, mayoritarios en la región, y una progresiva democratización de los regímenes políticos. Lo distintivo, y verdaderamente novedoso a nuestro entender en esta etapa que se abre en la década de los ’80, es la re valorización de la democracia como un valor en sí mismo y su separación respecto del tipo de desarrollo económico propuesto.
Esta breve y sucinta introducción tuvo por objeto hacer una síntesis de la relación entre estado y democracia simplemente para llamar la atención sobre un punto: el problema del desarrollo económico fue central tanto en el debate teórico como en el desarrollo histórico en lo que hace a la relación estado-democracia y, de manera más amplia, a la relación estado-sociedad.
En este trabajo nos proponemos explorar las oscilaciones que tuvo la relación estado y democracia en América Latina. A su vez, intentaremos mostrar que el papel que cumplió el problema del desarrollo es fundamental para entender esta relación.
Estado y democracia hasta la década del ‘80
Tal como mencionamos anteriormente, la década del ’80 representa un punto de inflexión en lo que hace a la relación estado-democracia ya que por primera vez la democracia cobra valor como un bien en sí mismo y es compartida por la gran mayoría de la población. Frente a este hecho, cabe preguntarse por qué existió en toda la etapa previa un desencuentro entre estado y democracia. Como veremos, los estudiosos del tema aportaron distintos aspectos al debate.
En primer lugar, se llama la atención sobre el hecho de que en América Latina no se dieron dos desarrollos históricos que fueron fundamentales en los países del norte y que precedieron, en estos últimos casos, al surgimiento de la democracia. Por un lado, la emergencia y consolidación de fuertes estados nacionales precedió a la discusión acerca del régimen político. En estos casos, el proceso de construcción del estado estuvo “libre” de discusiones “democráticas” y logró expropiar recursos políticos de la sociedad, concentrar el poder y monopolizar el uso de los medios legítimos de violencia, incluyendo los recursos fiscales y simbólicos. En América Latina, por el contrario, la democracia debió “realizar, al mismo tiempo, los propósitos de construir el Estado, la nación, la ciudadanía, la representación política y la sociedad civil” (Botana, 2004).
En efecto, tal como señala el mismo autor, la democracia precedió a la consolidación del estado y la nación en América Latina. Esto configuró toda una serie de problemas que marcarían todo el desarrollo histórico de la región, porque este hecho se dio en un contexto de gran heterogeneidad estructural (geográfica, económica, social, racial y étnica) que, si bien variaba de una región a otra, retroalimentó el proceso de anarquía posterior a las guerras de independencia. Así, la máxima que formularan los autores del El Federalista para la construcción de la república en el país del norte –“primero que haya un gobierno, y después que se lo controle”- no tuvo consenso en el sur del continente, factor que no ayudó a superar la situación de anarquía y, menos, a morigerar las condiciones de heterogeneidad estructural.
Por otro lado, se destaca en América Latina la inexistencia de una red de relaciones económicas y sociales, propias de la modernidad, que funcionan como la infraestructura de las prácticas y las instituciones democráticas y que en la teoría democrática de los países centrales se la pasa por alto, pues se da por sentada, cuando en realidad fue, en occidente mismo, el producto de una construcción histórica. Nos referimos a que en esos casos antes de la democracia y del liberalismo, y como base de ella, se generó un denso entramado de derechos y garantías subjetivas que fueron conformando una red o tejido social que funcionó como sustrato de la ciudadanía civil (O’Donnell, 2001). Tal proceso formó parte del capitalismo moderno, que conllevó en un proceso paralelo la expansión de instituciones civiles que contenían una figura jurídica universal. “La construcción de esta figura jurídica que postula que una buena capa de individuos son agentes responsables (…) se registra antes del liberalismo y antes de la democracia” (O’Donnell, 2001: 12). En los países de industrialización tardía, como los de América Latina, este proceso no existió.
Esta secuencia histórica determinó que la democracia tuviera dificultades en encontrar posibilidades de desarrollo concretas en la América Latina. Tales asincronías, al menos respecto del desarrollo clásico en occidente, conllevaron la dificultad o imposibilidad en algunos casos de que el estado cumpla ciertas funciones clave para el funcionamiento posterior de la democracia, y fueron un elemento fundamental en el tipo de tensión que tuvo el estado con la democracia en esta región.
Michael Mann (2004) resume esos factores en términos de grandes procesos sociales que fueron fundamentales para el establecimiento de estados-nación infraestructuralmente poderosos[2] y democráticos. En general, esa evolución implicó una drástica reducción de heterogeneidad al interior de cada estado-nación. En primer lugar, reducción de la heterogeneidad étnica que, a través de la opresión y el asesinato, generaron un sentido común de nacionalidad. En segundo lugar, el desarrollo de una maquinaria bélica centralizada que fue clave en el proceso de monopolización fiscal y de la violencia. Este mismo proceso provocó una “resistencia (que) trajo consigo gobiernos representativos, haciendo que las burocracias se hicieran responsables ante las legislaturas” (página 118). Por último, la combinación de industrialización y la explosión de presiones democráticas a nivel económico, social y político generaron importantes reducciones de desigualdades de clase en cada sociedad nacional. Todo ello, dio lugar a “sociedades civiles relativamente centralizadas, homogéneas e igualitarias, articuladas políticamente por un sentimiento compartido de ciudadanía nacional”. Es sólo en este contexto de estados infraestructuralmente poderosos en donde el sistema electoral pudo producir gobiernos estables. Así, vemos que estado y democracia se combinan de forma equilibrada, y solo así se generan las condiciones para el desarrollo económico en un contexto de libertades ampliadas.
Por el contrario, como la regla general en América Latina es la heterogeneidad estructural, habría surgido desde un principio una débil conciencia nacional sobre la cual se construyó a su vez un débil poder infraestructural estatal en el cual la democracia tiene pocas chances y puede ella misma ser factor de inestabilidad de los gobiernos, pues genera la ficción de gobernabilidad en base al poder obtenido en éxitos electorales. En estos casos, la norma histórica fue la de una cierta cuota de autoritarismo para generar gobernabilidad en estas sociedades.
Estas consideraciones llevan a la conclusión de que una relación positiva entre estado y democracia solo es posible bajo estados infraestructuralmente poderosos.
A nosotros nos gustaría llamar la atención sobre otro aspecto que, a nuestro entender, fue fundamental en la relación estado-democracia. En América Latina el proceso de construcción del estado estuvo basado en una legitimidad que respondía a una doble demanda: por un lado, la imposición del orden que superara de manera efectiva el proceso de anarquía que había resultado del proceso de independencia, y por otro lado, algo que, entendemos, fue particular de América Latina, la implementación de un proyecto de desarrollo como parte constitutiva del estado nacional. Ambos procesos, resumidos en la fórmula “orden y progreso” fueron en realidad un solo y se implicaron mutuamente (Oszlak, 2006).
El estado como agente de desarrollo implicó una serie de cuestiones que llevarían a una permanente alteración del equilibrio social, todo lo cual redundó negativamente en la consolidación de la democracia en la región. No obstante, estos desequilibrios no se manifestaron abiertamente sino hasta después de la crisis de 1930, que puso en jaque el modelo de desarrollo llevado a cabo hasta ese momento.
En efecto, desde 1930, y hasta la década del ’80, la implicación abierta del estado en materia económica, ahora en un sentido que no era el proyectado por las mismas élites que habían orientado al estado durante la fase de formación del mismo, provocó mayores o menores niveles de conflictividad social en torno al apoyo u oposición respecto del patrón de intervención del estado en la economía y la sociedad. Tales tensiones no pudieron ser analizadas a través de las incipientes instituciones democráticas. Y ello, en parte por los factores antes mencionados, pero también debido a la oposición y al éxito en la implementación de estrategias de veto por parte de los actores que se oponían a la nueva orientación que se le quería imprimir a la intervención estatal. Así, en muchos casos, las élites de poder ligadas a la economía agroexportadora, cuando no tuvieron bajo su poder las riendas del estado, no tuvieron ningún interés y vieron con desconfianza y como una amenaza a sus intereses el cambio en el rol que estaba teniendo el estado.
Este contexto determinó los cortes sociales que harían dificultosa la tarea de consolidación de un orden democrático que sea aceptado por todos los actores sociales. Por el contrario, la lógica de oposición, en la que se mezclaban inseparablemente las diferencias en cuanto al rumbo que tomaría la intervención estatal, el sentido del nuevo modelo de desarrollo y la participación económica, social y política de las masas antes excluidas, degeneró en una dinámica política en la cual la definición de un nuevo modelo de desarrollo post 1930 era vista por no pocos actores como excluyente: la construcción de un estado moderno y una sociedad industrial tenía el precio de eliminar del proceso político a aquellos actores consideramos como no-modernos, anarquizantes, y/o desestabilizantes, dependiendo de quién lo mire. En este sentido, tal como se desprende de Lechner (1983) los actores se consideraban a si mismos como constituidos de forma previa al orden social y al estado, por lo tanto no encontraban un parámetro común en base al cual construir un orden social consensuado. Tal fue la base de no pocos conflictos y tensiones.
Este es el período que Portantiero (1984) nombra como “estado social” cuya dinámica política “neocorporativista” estatal implicaba un tipo de gobernabilidad que tenía como eje la organización y reducción de demandas como requisito para controlar el ciclo económico del capitalismo.
Sin embargo, y en consideración de las observaciones antes realizadas, la dinámica política real generó fuertes oposiciones sociales que llevaron, no a la construcción consensuada de un orden políticamente democrático y económicamente industrialista, sino más bien a una lógica de guerra por la cual se consideraba necesario la exclusión, y posteriormente la eliminación, del adversario como requisito para la construcción de un orden, ahora sí, coherente y ordenadamente factible[3].
En ese contexto, la consolidación de un orden democrático quedó negativamente afectada, y en algunos casos expresado sólo a nivel discursivo, hasta que la lógica de violencia desatada por la dinámica política antes mencionada estalló en tal magnitud que los actores sociales, siguiendo el trayecto trazado por Kant respecto del aprendizaje de la violencia como camino para llevar a la paz, entendieron que la democracia era la única manera civilizada, si se quiere, de saldar las diferencias y canalizar organizadamente las demandas. Recién allí, la democracia tuvo un valor intrínseco. Pero eso sólo sucedió, como dijimos al principio, en la década del ’80.
Estado y democracia después de la década del ‘80
Si bien en esta década se da una ruptura en cuanto a la revalorización de la democracia como régimen político deseable, al mismo tiempo convergen dos procesos de manera simultánea que, aunque por distintas razones, provocan un mismo resultado: una nueva contraposición entre estado y democracia, pero bajo otros términos. Tal como destaca Iazzetta (2005), la renovada legitimidad de la democracia tuvo como contrapartida una reacción anti-estado en la opinión pública. Como si la existencia de la primera necesitara como condición el retraimiento del último. El otro proceso que se combinó con este fue el discurso neoliberal que, subido a esta ola democratizante, malentendidamente anti estatista, logró colar sus demandas anti estado e imponer al “mercado como máxima instancia de regulación social”.
Frente a esta situación, que planteaba un juego de suma cero entre estado y democracia y, también vale la pena decir, entre estado y mercado, y en última instancia entre estado y sociedad; fueron alzándose voces críticas que intentaron desarmar, no siempre con éxito en la práctica, la fórmula neoliberal de que mas estado implica siempre menos libertad, menos democracia, fórmula inexpugnable cuya simpleza facilitó su apropiación por parte de sectores sociales históricamente opuestos a ese tipo de discursos.
Autores como O’ Donnell, entre otros, plantearon que la democracia en realidad es impensable sin un estado. Con gran economía de leguaje, Iazzetta lo resume en estos términos: “No es posible pensar la ciudadanía fuera de la democracia; sin embargo, pese a requerirse mutuamente, ambas precisan del Estado, pues si bien la ciudadanía sólo puede existir dentro de la legalidad de la democracia, la mera existencia de ésta no basta para tornarla efectiva sin un Estado que pueda asegurarla y garantizarla” (2005: 75, subrayado original).
Es importante destacar que esta visión es relativamente nueva, de ahí la necesidad de “reconceptualizar la democracia” que el autor recién citado destaca. En la práctica, dicho discurso comienza a tener entidad una vez que el huracán neoliberal, en gran parte pero no sólo por haber operado achicando, neutralizando y/o desarticulando el estado, dejara un profundo legado de desigualdad, desregulación y desprotección social. Recién cuando la práctica de la “libertad” de mercado opera bajo los términos tal como los entiende el neoliberalismo, comienza a recobrar legitimidad la necesidad de articular estado y democracia, pero por sobre todo la necesidad de recomponer al estado en sus capacidades, tarea en la que, por cierto, no se ha avanzado mucho, dejando intactos los presupuestos neoliberales, aunque sea por defecto.
O’ Donnell incluso fue más allá, entrando en un arduo debate con sus colegas del norte, al proponer no sólo la necesidad de que el estado y la democracia se reencuentren, sino la necesidad de establecer las bases de un nuevo tipo de estado, el democrático, en donde las estructuras burocráticas y el funcionamiento del mismo quede, entre otras cosas, sometido tanto a una accountability vertical, a través de elecciones democráticas (componente democrático de la democracia), como horizontal, a través del funcionamiento efectivo de las agencias de control (componente republicano de la democracia).
En este contexto, vemos como el problema del desarrollo, junto con el estado, sale de la agenda como problema público. Y este es otro de los aspectos donde el neoliberalismo logra imponerse, porque en una etapa en la que el eje de la discusión pública pasa por el renacimiento de la democracia, se logra generar consenso, ya sea conciente o inconscientemente, en amplios sectores de la sociedad de que la presencia del estado en la sociedad, per se, es negativa y que el desarrollo se daría de manera natural una vez que se desataran las fuerzas productivas del mercado.
En este sentido, cabe destacar que en América Latina, en donde predominan sociedades civiles débiles o gelatinosas, el desempeño de los proyectos de desarrollo, y de la economía en general, ha dependido de una presencia activa por parte del estado. En este trabajo hemos sostenido que al no haber consenso sobre esta presencia estatal, ni sobre su orientación, se ha generado un contexto en el que el desempeño económico ha sido más bien pobre y con dificultades extremas tanto para lograr un crecimiento sostenido como socialmente igualitario.
Conclusiones
En este breve trabajo hemos explorado de manera muy sucinta la plausibilidad de la hipótesis que relaciona la tensión entre el estado y la democracia en América Latina con el papel que cumplió el problema del desarrollo, en tanto que éste requirió un rol extendido del estado.
Ahora bien, como la legitimidad de esta intervención no fue compartida por todos los actores sociales políticamente relevantes –en especial aquellos perjudicados o no beneficiados en la medida que su posición social subjetiva lo demandaba- esto se tradujo en una creciente conflictividad social acerca de las reglas de juego bajo las cuales debía intervenir el estado. La dinámica política rápidamente se transformó en un problema cuyo conflicto básico fue cómo acceder y hacer uso del poder del estado. Consideramos que esta trayectoria histórica, en sus rasgos generales, es válida para América Latina y sobre todo para los países grandes y/o que llevaron a cabo procesos de industrialización por sustitución de importaciones. Tal vez Argentina sea el caso paradigmático.
En este sentido, cabe destacar con O’ Donnell (1978) que, ante la división de la sociedad -progresivamente capitalista a medida que se afianza el proyecto modernizador de las élites latinoamericanas- entre capital y trabajo, el estado en América Latina tuvo grandes dificultades y/o fracasó en algunos casos en establecer mediaciones efectivas que permitieran superar o encubrir tal división, de manera de hacer posible una hegemonía estable. Como contrapartida, ello implicó el uso creciente de la violencia por parte del estado en un marco de creciente conflictividad social.
Así, desde esta perspectiva, podemos decir que la imposibilidad de construir un consenso social amplio tanto con respecto al modelo de desarrollo como a un régimen político democrático, se vincula con la dificultad o la debilidad que tuvo el estado (entendido como estado capitalista y no meramente como estado para los capitalistas) para imponer una hegemonía que pueda prescindir de la coerción.
Dicho fracaso se puede vincular con dos aspectos complementarios. Por un lado, se puede ver como el resultado de la escasez de recursos por parte del estado para organizar y satisfacer demandas de justicia sustantiva por parte de los sectores más desprotegidos de la sociedad, y así lograr una amplia legitimidad. Pero al mismo tiempo, puede verse como el resultado del fracaso del estado en establecer mediaciones efectivas que superen la división básica de la sociedad, ya sea a través de establecimiento de figuras como la Ciudadanía, la Nación y/o el Pueblo (O’ Donnell, 1978)[4]. En este punto, se podría pensar que dicho fracaso a su vez se articula con la inexistencia en América Latina de un entramado de derechos y garantías subjetivas que fundamentan la ciudadanía misma (O’ Donnell, 2001).
Esa incapacidad del estado latinoamericano de establecer mediaciones efectivas también puede ser entendida a partir de la persistencia del legado colonial patrimonial. En efecto, puede pensarse que la no existencia de mediaciones efectivas se relaciona con la capacidad de veto de las élites tradicionales frente a la emergencia de un poder despersonalizado y abstracto encarnado en el estado. A partir de él, las élites ya no hubieran podido seguir reproduciendo un orden social basado en la autoridad que confiere la tradición de los que siempre mandaron.

[1] Ver al respecto Lechner (1983). El autor desglosa el fundamento conceptual de la lógica de la acción política de dos matrices teóricas o “vertientes que inspiran las estrategias políticas” en esta época: jurídico-liberal y económico-clasista-marxista. Ambas, tienen en común -desde que parten del supuesto de que los actores se constituyen de forma previa al estado y que hay una división tajante entre estado y sociedad- la subordinación de la política y el estado al proceso económico y social.
[2] Mann (2004: 180) define al poder infraestructural como “la capacidad del estado para implementar realmente decisiones a lo largo de su territorio independientemente de quién tome dichas decisiones”.
[3] Al respecto ver Portantiero (1984) y Lechner (1983 y 2006).
[4] Para O’ Donnell el estado, a fin de funcionar efectivamente como garante del orden capitalista, establece mediaciones en la sociedad para encubrir su división básica entre capital y trabajo. Las mediaciones más generales son: la Ciudadanía (fundamento más abstracto del estado capitalista, cuyo contenido de libertad e igualdad formal aseguran la concurrencia del trabajo al mercado como una mercancía); la nación (fundamenta la idea de un sustrato común permitiendo superar los clivajes de clase); y pueblo (tiene un menor nivel de abstracción –pero mayor que la clase, que es lo más concreto- y tiene una doble dimensión: por un lado es la muestra de la capacidad de la sociedad de imponer su propio sistema de solidaridades y desde ahí abrir una puerta para reclamar justicia sustantiva que supere lo formal y generar una mayor autoconciencia, y, por otro lado, puede ser utilizado por las fuerzas del orden para reunir a diferentes sujetos sociales en base a un criterio diferente que el de “su verdadera condición de dominados”, es decir un criterio distinto a la clase.

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