El Chalten - Argentina
Al principio, necesitábamos
tanto de la naturaleza, que la adorábamos. Ahora la necesitamos cada vez menos.
No podemos deshacer las consecuencias de esta liberación, sólo podemos ir hacia
adelante, cada vez más lejos de la necesidad que una vez nos obsesionó, hacia la
libertad que hoy nos desorienta.
La civilización
es el antídoto a nuestra dependencia de la naturaleza. Sin embargo, durante
gran parte de la historia humana permanecimos tan vulnerables a las fuerzas
naturales fuera y dentro de nosotros, que seguimos imaginando lo divino en la
imagen de las fuerzas naturales. Estas sensaciones de debilidad, miedo y
reverencia eran aterradoras, pero no fueron trágicas. Encontramos respiro en
nuestros poderes de invención. Inventando instituciones y máquinas, empezamos a
superar nuestra impotencia. Reconociendo que nuestras mentes podrían superar
nuestros cuerpos frágiles y nuestra circunstancia degradante, llegamos a
imaginar un Dios que, como nosotros, se eleva por encima de la naturaleza.
Como resultado
de este mayor poder, nuestra experiencia de la naturaleza se ha quebrado en
cuatro partes, cada una marcada por una actitud distintiva hacia el mundo
natural y una característica contienda de aspiraciones. Sólo una de estas
cuatro partes de nuestras relaciones con la naturaleza lleva la marca de
nuestra necesidad temprana y terror. Sólo otra de las cuatro es trágica.
En primer
lugar, está el deleite del paisajista.
Tratamos la naturaleza como marco para el escape de la lucha y el esfuerzo,
hacia la libertad estética. Que el objeto de esta libertad sea algo que encontramos
en vez de algo que hicimos, sólo aumenta su encanto. ¿Por qué no convertir áreas
enteras del planeta tierra en parques globales para el regocijo de aquellos
exasperados por las decepciones de la sociedad? Nos preocupa cuánto podemos permitirnos
restar de la producción por el bien de la recreación, calculando ansiosamente los
términos de intercambio de tundras por pozos de petróleo, o de selvas por
papel. La verdad, sin embargo, es que a medida que crecemos en riqueza y
destreza, y se nivela el crecimiento poblacional, podemos convertir más espacios
en jardines. ¿Acaso no es Japón, en contra de todas las expectativas, el país
con la mayor parte de su territorio nacional cubierto por bosques vírgenes?
Segundo, está la responsabilidad del administrador.
Nos vemos a nosotros mismos como gerentes, para las generaciones futuras, de un
fondo de amortización de recursos no renovables. Equilibramos el llamado del
consumo con el deber de la frugalidad. Es una ansiedad fundada en una ilusión.
La necesidad, madre de la inventiva, nunca ha fallado en la historia moderna para
obtener una respuesta científica y tecnológica a la escasez de un recurso, dejándonos
más ricos de lo que éramos. Si el propio planeta tierra fuera a perderse,
podríamos encontrar una manera de huir de él hacia otros confines del universo.
Más tarde volveríamos a visitar nuestro abandonado y desagradable planeta, para
re-fertilizarlo y re-habitarlo antes de su ardiente final. ¿Se secarán las
aguas? ¿Se acabará el petróleo? Es útil estar intranquilos y por ende ser prudentes.
Es absurdo afirmar que tal acontecimiento sea insuperable para nuestro ingenio.
En tercer
lugar, está la flaqueza de los mortales. Sólo una pequeña fracción de la población
mundial es amenazada por desastres naturales que aquejaron a nuestros
antepasados; un número mucho menor que las víctimas de cualquiera de las
enfermedades más importantes que nos siguen afligiendo. Aún inundaciones y
sequías comienzan a ceder su terror ante la precaución tecnológica, la
sustitución comercial, y la despoblación rural. Hay, sin embargo, un área de la
experiencia en la que seguimos sufriendo como siempre sufrió la humanidad, hasta
utilizar la mente para ganar poder sobre la naturaleza: nuestra relación con las
enfermedades y la muerte. Aterrorizados y distraídos, dudando tanto de nuestros
propios poderes como de la mayor providencia, trabajamos para curar las
enfermedades que nos aquejan, y soñamos la vida eterna.
Cuarto, está la ambivalencia del titán. Ahora que necesitamos
menos de la naturaleza, enfrentamos un conflicto del que nuestros indefensos antepasados
se salvaron. Somos capaces de cuestionar los efectos de nuestras acciones sobre
la naturaleza animada e inanimada que nos rodea. Nos preguntamos si no
deberíamos sacrificar nuestros deseos egoístas por el bien de un sentimiento
más inclusivo. Sin embargo no somos dioses, apenas semidioses; demasiado
fuertes para ser indiferentes, demasiado débiles para renunciar a ejercer las
prerrogativas de nuestro poder sobre las formas de vida, o incluso de seres sin
vida, con quienes compartimos nuestro mundo. Aquí, por fin, hay un conflicto
que no podemos esperar resolver, sólo para soportar, para entender y para dirigir.
Nuestra
experiencia de la naturaleza está ahora dividido en estos cuatro pedazos.
¿Dónde y cómo, en esta confusión, podemos encontrar guía? ¿Qué debemos hacer
con el triunfo sobre nuestra necesidad de la naturaleza? ¿En qué dirección
debemos impulsar nuestro avance? ¿Y qué limitaciones debemos honrar mientras lo
hacemos?
Lo que
necesitamos no son grises abstracciones, sordas a las paradojas de la
experiencia, sino una concepción simple, cercana a la historia que nos trajo a
nuestro estado de poder actual. La capacidad de permanecer abiertos al futuro -a
futuros alternativos- es decisiva. Considérense dos caras de una misma visión.
Una habla a nuestro dominio de la naturaleza fuera de nosotros; la otra, a
nuestros experimentos con la naturaleza dentro de nosotros.
Somos inquietos
por naturaleza porque la mente concentra una cualidad difusa: la mente es
inagotable y, por tanto, irreductible e incontenible. Ningún ajuste limitado,
de la naturaleza, la sociedad o la cultura, puede caber todo lo que nosotros -como
especie, como individuos -podemos pensar, sentir y hacer. Nuestra impulsividad,
incluyendo nuestro motor para afirmar nuestro poder sobre la naturaleza, sigue
de nuestra inagotabilidad. No deberíamos -y en gran medida no podemos- suprimir
las iniciativas por las que fortalecemos nuestro dominio sobre la naturaleza,
en nombre del deleite, la administración, o la reverencia.
Hay razones, sin
embargo, para poco a poco ampliar las áreas del planeta y de cada vida humana, para
actividades libres de la tiranía de la voluntad y de los dictados de la
sociedad. Al dividir nuestro tiempo entre la incansable conquista de la
naturaleza y el cándido reencuentro con ella, en vez de tratar de subordinar el
prometeanismo a la piedad, podemos evitar embrutecernos a nosotros mismos.
Considérese
otro aspecto de la misma visión. Nuestras sociedades y culturas nos hacen quienes
somos. Sin embargo, siempre hay más en nosotros -nosotros, la humanidad; nosotros,
los individuos- de lo que hay o puede haber en ellas. Ellas son finitas.
Nosotros, con respecto a ellas, somos infinitos. No tenemos interés mayor,
entonces, que organizar la sociedad y la cultura para que dejen el futuro
abierto, e inviten a su propia revisión.
En democracia,
este interés se convierte en supremo, porque la democracia otorga a hombres y
mujeres comunes el poder de re-imaginar y rehacer el orden social. Es por eso
que en democracia la profecía habla más fuerte que la memoria. Es por eso que
los demócratas descubren que las raíces de un ser humano están en el futuro y
no en el pasado. En una democracia, la escuela debe hablar por el futuro, no por
el Estado o por la familia, dando al niño los instrumentos con los que pueda rescatarse
a sí mismo de los sesgos de su familia, de los intereses de su clase, y de las
ilusiones de su época.
Estas ideas
pueden informar nuestros esfuerzos por solucionar, a través de la ingeniería
genética, la naturaleza dentro de nosotros. Nada debería impedirnos jugar con
nuestra constitución natural, inscrita en código genético, para evitar
enfermedades y deformidades. El lugar para detenerse es el punto en que el
presente busque formar seres humanos que configuren un futuro dibujado a su
imagen y semejanza. Deja que los muertos entierren a los muertos, es lo que el
futuro tiene que decir, a través de nuestras voces, al presente. Dejar libre al
futuro demostraría más que poder. Mostraría sabiduría.
Roberto Mangabeira Unger